No
necesitó esta vez River desplegar el aura de equipo copero, un sello de
la era Gallardo, para ganar un viejo clásico del fútbol argentino, esta
vez revestido con los colores de la Libertadores , y agregarle un
pequeño capítulo más a ese idilio que sus hinchas mantienen con el
entrenador. Discutida en los escritorios hasta el aburrimiento en los
días previos, al final la serie más histérica de los octavos de la Copa
se resolvió con un 3-0 exagerado en el número pero no en el
merecimiento. Sin haber desarrollado un ejercicio de fútbol de alto
vuelo, pero mejor en todos los aspectos del juego, River se quedó con el
pase para enfrentar a Independiente después de abrir el arco rival, eso
que no le salió en los cuatro partidos anteriores y que tanta falta le
hacía. Rota esa barrera, otra vez se anota en la carrera internacional,
la que más lo atrae en los tiempos modernos. Así lo expresó el estadio
en ese rugir del final.
Los
estados emocionales impactan decisivamente en el desarrollo de este
juego. Según avanza el guion se va dibujando un electrocardiograma, con
las subidas y bajadas que reflejan el andar del partido. Aunque hay
excepciones: el Monumental describió una parábola riverplatense que fue
en ascenso durante todo el primer tiempo al compás de un equipo que se
hizo dueño del resultado y el juego, en ese orden de aparición.
Los baches hacia abajo en toda esa etapa llevaron la camiseta de Racing,
tímido desde el arranque, pesado en sus movimientos y aturdido a partir
del gol de Pratto, consecuencia de la mejor jugada de la noche.
Cualquier
especulación naufragó con ese derechazo redentor del delantero a la red
de Arias: debido al 0-0 de la ida, se eliminaba la posibilidad de una
definición por penales, así que no había nada que cuidar. Ordenado a
partir de Enzo Pérez como un 5 de posición, River fue a partir de la
ventaja una amenaza latente, una formación concentrada en aprovechar las
flaquezas defensivas del rival. La enjundia de Borré -mal canalizada
tantas noches- tenía en Pratto quien lo sirviera; el talento de Quintero
-aun con su empeño estéril de pretender que cada pase suyo sea de gol- y
la vitalidad de Nacho Fernández conformaban un combo sobrio pero
demasiado consistente para un Racing que nunca arrancaba.
¿Qué
proponía Coudet? Ser ancho con Centurión -siempre en el centro de las
miradas, empleó más energías en discutir que en jugar hasta irse
expulsado- y cadencioso con Neri Cardoso; tener control con Domínguez,
vértigo con Zaracho y potencia con Lisandro López y Bou. Tan poco
cosechó de todo eso que desnudó otra cosa: con el plan A desactivado por
el gol de Pratto, lo que fallaba (o le faltaba) era la convicción
para ponerse a la altura de su necesidad. Tan mal pisado andaba que la
tormenta que amenzaba la zona del estadio se desató solo sobre sí mismo:
un tiro libre mal gestionado en ataque terminó, diez segundos después,
en el gol de Palacios en el otro arco.
El
entrenador -muy aplaudido antes del comienzo- buscó mejores ideas en
Pol Fernández en el arranque del segundo tiempo, mientras River ya
acomodaba su cuerpo para estacionarse más cerca de Armani: Quintero era
volante decidido y no enganche, y Pérez cada vez más patrón del medio.
Debía Racing salir a remolcar una serie con todo en contra, incluso sus
fantasmas: los golpes sucesivos que sufrió en el final del
semestre pasado -quedar fuera de la Copa Argentina y regalar la
clasificación a la próxima Libertadores- entraban a jugar también.
Tantos kilos en la mochila, al final, fueron imposibles de convertirse
en soluciones para un problema de difícil resolución a esa altura. No
tuvo tampoco el envión de encontrar un gol que lo reavivara, ni siquiera
en las tres ocasiones que lo merodeó: claro, estaba Armani.
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