Obdulio desde el alma” fue el primer libro que publiqué en mi vida. Ya no era joven y supongo ahora que la experiencia me ayudó a que todo transcurriera con la dignidad y responsabilidad a la que aspiraba, como siempre lo he hecho en mi vida profesional.
Jacinto -como al Negro Jefe le gustaba que le llamaran apenas establecía empatía con el interlocutor- era desconfiado. Pero esa desconfianza la ejercía como un valor moral, a la antigua, fijando una distancia necesaria para el conocimiento, no como una agresión al otro. Formaba parte de su ética personal.
-¿Qué es lo que va a hacer usted?- me preguntó sin ambages en la entrevista inicial.
-Quiero hablar con usted, y también con su esposa, si me permite, para hacerme una idea de primera mano de su personalidad y trayectoria. Después lo voy a retratar como yo logre verlo. Mire que esto no es un homenaje. A usted le gusta la franqueza: bueno, yo no vine a alcahuetearlo por más que lo admire. Va a tener negros y blancos, muchos grises, como en toda la gente. Eso sí: cuente con mi honestidad intelectual y además, usted, si lo desea, le pone punto final a esto cuando quiera.
Me miró fijamente: -Ah, bueno... Ahora sí... Si es así, dele nomás. Lo que menos quiero es que me anden lamiendo los calzoncillos...
A partir de ahí se construyó el libro y mi visión de Jacinto. Y hay un dato relevante: mientras con la esposa, la inolvidable húngara Catalina Keppel, hablé días y días hasta por los codos, y de ella partieron casi todas las revelaciones más jugosas, al sujeto del esfuerzo literario tuve la necesidad de interpretarlo: es decir, interpretar sus evasivas, sus silencios repentinos, sus gestos, sus miradas y la seca cortedad de sus respuestas. También aceptar que, de pronto, se levantara y se fuera y Catalina fuera la encargada de amansar las fieras: -Y, sabe cómo es... Tiene sus momentos...
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